viernes, 28 de diciembre de 2007

GENOCIDIO HAITIANO

La matanza de haitianos ordenada por Trujillo en 1937, sigue siendo uno de los hechos siniestros del cual, a pesar de la magnitud del genocidio, no han quedado evidencias ni testimonios concluyentes. Solo narraciones de historiadores que han pasado de boca en boca y texto en texto, amplificando aquella hecatombe y sumándole víctimas a medida que pasa el tiempo.

Lo que se repite hipnóticamente es que Trujillo viajó a Dajabón a principios de octubre de 1937 y allí pronunció un discurso señalando que la ocupación haitiana no debía continuar, ordenando luego que todos los haitianos que hubieran en el país fuesen exterminados. Cómo fueron asesinados sigue siendo una especulación, ya sea si los tirotearon, pasaron a cuchillo, ahorcaron, ahogaron o quemaron. Solo se ofrecen cifras que entre las más conservadoras colocan el holocausto haitiano en 18,000 asesinados.

La cifra es curiosa si se toma en cuenta lo dicho por Bernardo Vega en su libro “Trujillo y Haití” de que “la masacre se detuvo en las puertas de los bateyes de los ingenios, que era donde se encontraba concentrado el grueso de los haitianos”. Esto quiere decir que eran los haitianos cimarrones a quienes se exterminó y uno se pregunta cuantos había en esa condición, cuando era de sobra conocido que en el país Trujillo no toleraba haitianos deambulando.

Además, la cacería se limitaba a una región del país y no alcanzaba a los haitianos de las zonas Sur y Este del país, de manera que debían ser muy pocos los haitianos que habitaban de manera errante en la parte de la zona norte donde se les capturaba, pues según Bernardo Vega y otras fuentes la dantesca operación “se iniciaba en La Cumbre, abarcando, La Vega, Puerto Plata, Samaná, la zona fronteriza hasta Restauración y toda la línea Noreste”.

Los exterminios, como se sabe, son actos que, como la guerra, tienen una logística que implica movimiento de vehículos, equipo, personal y abastecimiento y es una pena la falta de documentación sobre la flota de vehículos que se necesitó para transportar a los efectivos que debían perseguir a los haitianos. Además, no hay información documentada sobre campos de detención en los que se les asesinaba o si eran llevados en camiones a los lugares de exterminio.
Es una lástima que los sobrevivientes de las víctimas no dieran su testimonio de lo ocurrido a sus parientes. En Bosnia, por ejemplo, fueron los sobrevivientes de bosnio-musulmanes masacrados quienes señalaron los lugares donde se encontraban las fosas comunes a la vez que aportaron pistas acerca de los perpetradores. Igualmente ocurrió con los shiitas de Basora al Sur de Irak, que luego del genocidio ordenado por Sadam Hussein, guiaron a las autoridades hacia las fosas comunes en que estaban enterradas 2,000 víctimas. No es fácil borrar el rastro de una masacre, ya sea en la tierra en que yacen los cuerpos o en las mentes de los sobrevivientes.

En el caso de la matanza de haitianos, es curioso que no se haya encontrado al día de hoy una sola fosa común. Además al mutismo de los sobrevivientes se suma el silencio del batallón de asesinos que fue necesario para llevar a cabo la matanza. No sucedió como en otros lugares del mundo en que los genocidas de todo rango hablaron, dejando testimonios de burla o arrepentimiento.

Lo mas sorprendente de todo es que la población haitiana no respondió aterrorizada a semejante masacre pues dice el mismo Bernardo Vega que “al mes de finalizada la matanza los ingenios azucareros seguían consiguiendo permiso para traer cortadores de caña haitianos”. Difícil de creer que una población que huía aterrorizada del baño de sangre en que se le ahogaba, regresara tan pronto como oveja al matadero.

No importa el argumento que se esgrima para justificar la falta de evidencias, vivimos en tiempo en que la tecnología forense ha alcanzado un nivel tan depurado que permitiría reabrir la investigación, como ocurre con la arqueología. Las técnicas de ADN y el estudio de osamentas permiten descifrar la edad, sexo y raza de una osamenta. Pero para ello se necesita disponer de un esqueleto o sus partes. Es notorio, en ese sentido, que a medida que las ciudades crecieron, desde 1937, y del desarrollo de la agricultura, las excavaciones han sacado a la luz muchos cementerios indígenas… pero ni una sola fosa común del holocausto haitiano.

Es una suerte, sin embargo, la resistencia ósea al paso del tiempo y es de suponer que los restos de las víctimas de la matanza de 1937 están ahí, sepultados en algún lugar. Solo hay que encontrar las tumbas, que deben ser muchas. Todavía estamos a tiempo. A menos que, prejuiciados por la naturaleza sanguinaria del tirano que nos gobernaba, demos el genocidio como un hecho sin mayor comprobación.

Aunque se tratara de un puñado de haitianos asesinados, el hecho es igualmente condenable, pero se hace necesario poder cuantificar para establecer la verdad histórica, para que no ocurra como con “la matanza de los santos inocentes” ordenada por Herodes tras el nacimiento de Jesús, de la cual no quedaron evidencias ni testimonios, pues el historiador de la época, Josefo, no reseña el masivo infanticidio. Aun así, la matanza se da como un hecho ocurrido.

Hay que reabrir el caso del genocidio haitiano para ventilar objetivamente la verdad sobre esta versión antillana de la matanza de los negros inocentes.

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